Autor invitado: Citlaly Aguilar Sánchez
Yo empecé a leer porque me sentía sola y de repente, un día, entre las páginas encontré compañía.
Hace muchos años, escuché en una conferencia de una psicóloga argentina, cuyo nombre no apunté, que los mexicanos no leen por miedo a la soledad.
Su hipótesis era que para leer se necesita estar a solas, quietos y en silencio, y que los mexicanos somos evasivos con eso.
Durante un tiempo lo creí también y huía de esa sensación de aislamiento. Yo, que estudié letras, ya con un doctorado, hace apenas unos cuatro años logré ponerme a leer con ahínco.
Estaba pasando por una crisis de pareja y me metí en un libro para no enfrentar la situación, para no hablar con él ni decirle cualquier cosa que detonara discusiones.
Un libro fue una barrera, pero poco a poco también fue mi confidente, mi compañía.
Yo creí que sería como aquello que escuché en la conferencia; pensé que podría estar callada, a solas y quieta; me sentía sola, pero a la vez necesitaba estar un momento en soledad; en verdad consideré que tendría silencio en mi interior y que ello resolvería mi problema.
Por el contrario, entre los libros encontré a más personas confundidas, perdidas y con situaciones iguales o peores a las mías. Y ninguna me daba solución, ni siquiera me escuchaban; por el contrario, yo tenía que oír todo lo que decían y era como si ahí me viera a mí, en medio de más conflicto.
Entre las páginas fui un personaje atormentado de Easton Ellis, de Dostoievski, de Proust… He sido las mujeres de Hustvedt, de Woolf… He vivido las batallas de Steinbeck, incluso de Homero…
¿Cómo es que uno puede estar en silencio, quieto y a solas con tanta gente, con sus voces, sus andares por el mundo invisible que se desliza entre hoja y hoja? En realidad, uno nunca regresa de los libros o al menos no siendo la misma persona.
Los libros poco a poco dejaron de ser una barrera entre yo y el mundo. Pero comencé a relacionarme de otra manera. Por alguna extraña razón, comenzó a parecerme más sencillo entender a los demás.
No diré que la lectura salvó mi relación, porque no lo hizo, desde hace más de dos años que no estoy con él, pero sí fue una ventana por la que me asomé a conocerlo de otras maneras.
Cuando uno ama a alguien, aprende también a leerlo, pero hay que enseñarse a hacerlo de una manera atenta, no solo pasando los ojos por encima de la tinta, no solo una vez al mes.
Al igual que en las relaciones, hay que desarrollar el hábito de leer diario, con disciplina. Y aunque eso suene a una obligación, no lo es.
La disciplina convierte cualquier actividad en un arte, ¿no es esa la tesis de El arte de amar de Erich Fromm?
De igual manera se aprende a leer a las personas: con calma, en silencio, con atención, en quietud, a solas y luego con más gente.
Él ya no comparte su vida conmigo, pero se ha quedado en mi memoria como un buen libro, uno que no volveré a leer.
Ahora yo me comparto entre lo que leo con otras personas que también leen o que me leen y entonces reafirmó: nunca he estado más en compañía.