¿Quién está loco?

¿Quién está loco?

¿Quién está loco? Todos lo estamos. 

La locura es más temida por sí misma que por aquello que la ocasiona. Todos en algún momento nos hemos preguntado ¿estaré loco? A veces, dudando de nuestra respuesta evidentemente poco objetiva, nos arriesgamos a preguntárselo a alguien más. El problema llega cuando eres tú quien tiene que contestarle a alguien más la pregunta.

Ser psicóloga es algo parecido a ser astronauta o bombero, van por la misma línea. No es que de niño alguien sueñe con ser psicólogo, el deseo real llega cuando uno comienza a comprender la vida. Al menos así me pasó. Recuerdo haber visto muy de cerca el sufrimiento, y seguro ya sabía de la existencia de eso a lo que todos llaman felicidad. De alguna forma supuse que la psicología ayudaba a la gente a ser feliz, y yo, siendo psicóloga, sería el arma luminosa que los llevaría hacia allá. Era un sueño perfecto. Mi primer gran error.

Los psicólogos, al igual que los astronautas o los bomberos, van más allá de lo evidente, se dirigen al lugar del que todos huyen, se confrontan y disfrutan con aquello que cualquier persona sufriría. Primero tienes que tomar una decisión con la cual pocas veces tus padres se sienten cómodos. Aceptémoslo, no es el sueño de un padre el que su primogénita se pierda entre libros y personas raras de por vida, quedándose en un consultorio frío, viendo pasar por ahí a cientos de personas confundidas sobrevivir entre lágrimas y mocos. Afortunadamente ésta es sólo una parte de la historia.

Los astronautas ven las estrellas más cerca que nadie, pueden pisar la luna y maravillarse con la parte del universo que nadie más puede ver. Los bomberos salvan vidas arriesgando la propia. Y justo ahí está la otra parte de mi sueño, la parte buena de mi sueño. Quería ser una de esas personas a las que todos sorprenden. Ya saben, como un Sherlock Holmes, una mujer maravilla o un Batman cualquiera. Algo sencillito. Deseaba ver más allá, cambiar vidas y obtener sonrisas a cambio. Luego me di cuenta de que las vacaciones, las cervezas del fin de semana y la ropa de temporada no se pagan con la satisfacción que te da tu trabajo.

Resulta difícil decidir qué cosas puedes comprar con tu cheque si la lista es grande y la paga corta. Más aún en estos tiempos, donde sin importar qué tan fuerte seas, la vida actual te lleva por una tempestad de consumismo e insatisfacción. En alguna ocasión se nos ocurrió a mi hermana y a mí ir a un spa, ella dijo “me lo merezco” cuando le dijeron el precio de aquel masaje. Me sentí avergonzada al no comprarlo también, pues eso implicaría que no creía merecerlo. Es así como pasamos la vida, llenándola de todo aquello que creemos merecer. Es curioso, pero muchas personas creen que sólo lo peor puede ser para ellos. Recuerdo aquel chico que constantemente se sentía inseguro al vivir cosas buenas. Él conoció a su novia por una de esas casualidades que atemorizan a cualquiera, sintió aquella sensación en el estómago que anuncia catástrofe. Y se enamoró. Siempre le habían dicho que era un inútil, que no podía hacer nada, que no merecía nada. Y lo creyó. Ahora, al sentir tanto cariño y ternura por su novia, él dudaba, sufría y se atormentaba. Esperaba constantemente el golpe que lo regresaría a su horrible realidad.

Ese es el problema de tener cosas buenas, siempre está presente la amenaza de perderlo. ¿Han sentido esos segundos inmediatamente luego de despertar? Cuando no sabes ni qué día es, ni dónde estás. No recuerdas nada. Creo que son los mejores segundos del día, donde todo podría ser real, o no serlo, depende lo que te convenga más esa mañana. Es cuando fácilmente y sin temor a un diagnóstico de psicosis puedes engañar a tu mente. Luego de unos segundos recuerdas lo que pasó el día anterior, los problemas que dejaste pendientes, aquella vieja discusión que sigue arruinándolo todo. Ese es el problema con la realidad, te sigue esperando a la mañana siguiente.

Uno de mis pacientes deseaba estar loco, pero loco enserio. Durante las sesiones hablaba sobre una señora que caminaba por el centro de la ciudad, vestida de forma extraña y sonriendo siempre. Él deseaba ser ella, no tener problemas, que nada le importara demasiado y vivir realmente feliz. Luego entendió que la locura, esa locura, sólo encubre un gran sufrimiento. Es por eso que le tememos, porque de alguna manera sabemos que la única forma de llegar a estar realmente locos es habiendo sufrido demasiado.

Hay quienes creen que todo dolor debe detenerse, que la forma de demostrar ser realmente fuertes y exitosos es evitando siempre cualquier sufrimiento. Yo sé que esto no es así. El dolor nos purifica -no quiero sonar masoquista ni religiosa-, la tristeza nos causa dolor y el dolor nos causa sufrimiento. Entre estas tres tenemos el equipo perfecto para derrumbarnos y construir de entre las cenizas un nuevo “yo”. Los derrumbes duelen, enojan, enfurecen. Y, a veces tienes que enfurecerte para seguir. Cada quien se agarra de donde puede para levantarse, hay quien decide tener un hijo, irse de viaje, comprar muebles nuevos, o ir a terapia. Claro que lo ideal sería que todos hiciéramos esto último, y sí, también hay personas que no encuentran la fuerza necesaria para volver a flote.

Loco es tal vez aquel que se enamora demasiado rápido, claro que el amor es otro gran tema. Tan sólo escribir sobre esto hace que mi estómago sienta un vuelco. Hace unos días platicaba con algún amigo sobre algo, no recuerdo exactamente qué, lo interesante vino cuando aquello nos llevó a hablar sobre el amor. Él me adjudicó el término “rompe corazones” y yo me defendí rápidamente diciendo que no era amor lo que mis supuestos enamorados sentían, argumentando que el primero no me conocía realmente, pues me escribía mensajes de texto creyendo que era otra persona, mientras que el segundo no se había enamorado de mí, sino de su transferencia depositada en mí durante su análisis. Ambos nos dimos cuenta de la gran verdad que había dicho. Eso es el amor. Creer que tienes frente a ti a otra persona, que ella te puede dar justo lo que necesitas. El amor es un placebo para soportar la realidad. Al menos este es el amor que la mayoría conoce. Una locura. Quien se haya enamorado lo sabe.

La vida está hecha de errores, y tal vez el amor sea el error que más disfrutamos. Sentir esas cosquillas cuando el otro te observa, cuando roza tu piel, oler su aroma y revivir cada detalle del último encuentro. Luchar con todas tus fuerzas por no caer en el abismo del amor, es tal vez la batalla más dura. Una gran batalla en la que nos complace más la derrota. La falta de honestidad es una de las muchas cosas que dificulta el amor. Y es que no sabemos ser honestos ni con nosotros mismos. No aceptamos que queremos ternura, amor y protección en nuestra pareja. Preferimos decir que buscamos la aventura. Una aventura es una complicación disfrazada de romanticismo. A veces son emocionantes, claro, pero el amor no necesita complicaciones extras.

Dicen que la vida es un camino por el cual transitas y que ese camino se debe disfrutar para que valga la pena. Hace unos días viajaba por carretera, era de madrugada y había pocos coches. De repente vi a lo lejos unas grandes luces amarillas parpadeando, nunca había visto algo así, no imaginé qué podría ser. Al acercarme me di cuenta que eran dos camionetas resguardando a un camión que transportaba un tubo enorme encima. Cada camioneta llevaba un gran letrero donde se leía “exceso de dimensiones”. Entonces entendí que el camión sobrepasaba los límites del carril y las camionetas que iban antes y después de éste anunciaban a los demás conductores del posible peligro y la necesidad de precaución. Imaginé mi camino de vida así, yendo por la carretera con luces intermitentes y grandes letreros que se vieran desde lejos. Así podría anunciar a los demás sobre aquello con lo que se pudieran encontrar. “Ansiedad”, “depresión”, “necesidades constantes” y un gran etcétera. Mi locura se leería ahí.

 Saber que esos son mis letreros, aceptarlos y saber manejarlos me costó lágrimas, dolor y dinero. La terapia. La temida y deseada terapia, ese “masoquismo saludable” como le decía un paciente a su sesión semanal. Es como una gran cueva, obscura y fría. Te da pánico adentrarte en ella, hay quien sólo la ve desde afuera, hay quien entra y prueba un poco para después salir corriendo asustado y, afortunadamente, hay quien sale por el otro lado, con su propia lámpara y cuerda. Eso es lo que te da la terapia, una lámpara y una cuerda con las cuales enfrentarte a tu locura. Te da armas para disfrutar más tu camino, te hace responsable de ti mismo y así evita que le arruines el camino a alguien más, hace que aceptes tus letreros, que les tomes cariño y dejes de temerles. Esta es una locura sana, la mayoría de nosotros la podríamos llegar a tener. Es una locura que a casi todos nos pesa en algún momento de nuestras vidas, y de la que afortunadamente algunos podemos disfrutar después.

Ser psicóloga es esto. Aquel sueño de adolescente que tenía de mejorar vidas y recibir gratitud a cambio se cumple cada que un paciente sale de mi consultorio. Ahora me siento casi feliz cada que pienso en mi camino y mis letreros.

Deseo pronto volver a aquel spa y comprar otra vez ese gran masaje que sigo mereciendo. Puedo salir de vez en cuando fuera de la ciudad y compartir caminos. Tomar un par de cervezas y aligerar los letreros. Tengo que aprender a organizar mis tarjetas y con ello ponerle límites más severos a la ansiedad. Disfruto mi camino, acepto mi locura y la de aquellos a los que me encuentro por ahí. Porque sí, todos estamos locos. Lo está quien se enamora una vez más aun sabiendo que dolerá, está loco quien acepta la tristeza que está sintiendo y sigue viviendo en pie. Loco es aquel que se atreve a cambiar de rumbo, quien se rebela buscando aquello que realmente desea. Está loco quien sigue sus pasiones sin prejuicios, quien no se detiene por el miedo. Eso es la locura, y se siente bien y está bien, en verdad bien.

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